martes, 15 de noviembre de 2016

ATALAYA: ¡DESPERTAD!

Dedicado a mi abuelita, la mujer mendocina más tejota que conocí.


Hubo una vez un territorio, una patria, en donde todas las mujeres y, también, por qué no, los hombres nacían perfectos. Nacían porque habían sido engendrados con amor entre dos personas biológicamente compatibles, que habían tenido, en algún momento una relación sexual.
Entonces crecían en ese país y se hacían grandes y les pintaba ser felices. Todo el tiempo.
Era aquel paraíso, lo más parecido a lo que imaginamos que es "Felicidónia", el reino al que nos va a llevar en algún momento el Líder, o la tierra en la que vivirán algún día ciento cuarenta y cuatro mil Testigos de Jehová.
Un día, un caballero y una mujer estaban charlando apaciblemente en un banco de una plaza.
Nó (debe llevar tilde para que se interprete bien el tono de ese "no"), le decía él a ella. En este territorio tan feliz yo quisiera ser el único hombre infeliz. Necesito aprender todos los secretos y las lecciones para ser infeliz.
Y la mujer le decía, yo soy tan feliz y te amo tanto que también quiero aprender a ser infeliz, para ver qué onda.
Después de esta charla, los dos se tomaron muy en serio esta propuesta que había surgido, y lo hicieron porque en aquel hermoso lugar se hacía lo que venía en ganas, todo estaba arreglado para que cada quien hiciese lo que le viniese en ganas y la pasara genial. Así de soñada era la vida para ellos.
Se expatriaron del terreno dispuestos a cumplir su objetivo y, más o menos, en resumen (porque entiendo que a nadie le gusta leer) vivieron estos acaecimientos y vicisitudes:
Encontraron un desierto con inviernos fríos y veranos calientes, con un clima intenso y en donde el agua resultaba trabajosa de obtener y se afincaron ahí.
Tuvieron hijos, muchos.
Levantaron entre todos muchas iglesias muy hermosas y esto los hizo sentirse bien, entonces tuvieron que levantar iglesias y trabajar duramente para alcanzar una emoción de realización y plenitud.
Cuando hubieron ya muchas iglesias se dispusieron a concurrirlas, porque, de otro modo, para qué las hubieron edificado.
Desarrollaron ideas que estaban muy buenas para educarse y establecieron entre todos una constitución de lo que estaba bien y lo que estaba mal, crearon también un gobierno para ese nuevo y floreciente estado.
Pero como el gobierno no podía manejar las situaciones personales de cada uno, empezaron a infundir gestos y hábitos que servirían para conservar toda esa esencia que compartían en esta enorme familia del desierto. Todos serían agentes de conservación entonces se les dio el estatus a todos de policías de la moda y jueces eventuales de la moral.
El hombre enfermó con el tiempo y se cansó de sostener su nuevo y pululante reino.
Lo logramos, le dijo a la mujer y ésta, asintió.
Hemos creado un mundo en donde todos viven persiguiendo una liebre existencial que inventamos y en el que todos vigilan la carrera del otro, para ir juntos, todos juntos, hacia eso, sin preguntarse qué camino es, sin cuestionarse acaso si existe otro para ellos. La mayoría, sino todos y todas, jamás conocerán otras maneras de ser y pensar, lo llamaremos idiosincrasia local.
Al pensar en esto el hombre y la mujer se sintieron egoístas, padres egoístas. Se sintieron profundamente miserables e ignorantes. Se sintieron muy infelices.
Entonces estuvieron un rato así, en silencio, saboreando su malestar. Hasta que, como de tácito acuerdo, se miraron y rieron satisfechos.
Vaya, la infelicidad es algo peculiar de sentir.
Si, estoy de acuerdo, dijo la mujer, que siempre estaba de acuerdo con el hombre.
¿Cómo se llamará este suelo de iglesias y aguas esquivas?
El hombre se quedó callado por un momento y, como en broma, tomó la mano de la mujer y le dijo:
¿Y si le ponemos Mendoza?
La mujer asintió risueña. Levantó la mano y acarició el aire suavemente, saludando a la nada, como una reina. De la vendimia.

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