jueves, 17 de noviembre de 2016

SEÑOR NO MUEVAS ESA MONTAÑA, PERO DAME LAS FUERZAS PARA TREPARLA



Vení para acá, opa de mierda, vení, dale. Sabés que lo digo en joda, tontita, dale vení.
Voy y me siento al lado. Empiezo a llorar y me le tiro a las piernas buscando que me contenga, que me de ánimos, que me pida perdón. Sus piernas, su cuerpo, no me reciben pero tampoco me rechazan. Permanece ahí, inerte, respirando, agarrándose los ojos con los dedos como quien se agarra después de un cansancio mental muy grande. 
Voy a limpiar, le digo.
No, dejá, limpio yo después. Vámonos a acostar, ¿querés? Vamonos a dormir la siesta.
No quiero, no tengo ganas de dormir la siesta, le suplico.
Dale, vamos.
Y voy. Voy y me acuesto a su lado. De inmediato se duerme.
Creo que estoy empezando a temblar. Me pregunto, de todo este tiempo, cuánto realmente habrá tenido un buen pensamiento hacia mí. Por qué me ha hecho esto siempre, después de todo lo que le he dado. Por qué no lo ha valorado.
No quiero seguir quedándome en esta cama habiendo tanto por hacer. Un error lo comete cualquiera, esta persona, al fin y al cabo, es una persona. Alguna vez nos reímos mucho, y Dios sabe las anécdotas que tenemos para contar de nuestros viajes.
Todo por una pregunta tonta, filosófica, sin sentido. A quién le importa lo que es para siempre, no debí empezar esa conversación. Yo ya sabía como iba a terminar este almuerzo.
Mejor creo que es dejar esto atrás. Cuando se despierte de la siesta las cosas habrán vuelto a su calma.
Pero me siento como la mierda. Me siento vulnerable, siento la presencia de la soledad ahora más que nunca.
Estalla un llanto gutural de mi garganta pero lo reprimo con algún exito, no quiero que se despierte.
Un día vamos a estar así, acostados, como ahora, y una luz va a venir por mí y me va a llevar a un lugar en donde ya no tenga que sufrir, ni sentirme sola.
Me levanto muy lentamente y cuidando su descanso. Voy al comedor y empiezo a recoger los pedazos de milanesas que me tiró, los pedazos de ensalada que le tiré, el vaso que se rompió contra la pared, todo. Para limpiar y que esto quede en el pasado. 
Ya está. Ahora sí. Dios bendito, ahora sí. Todo va a ser feliz. Todo va a ser feliz. Sé que me ama.
Me convenzo.
Voy limpiando en silencio.
Sonrío.
Me acuerdo de algunas anécdotas y se me ilumina el pecho, ya estoy bien. Ya estoy bien. Esta vez fue la última y ahora Dios ha de querer que todo sea felicidad para ambos.
Creo que duerme con mucha pesadez. Pobre.
Lavo los platos, recojo todo.
Agarro la botella de perfume de ambiente, Vaicoco, qué rico, me pone de buen humor el olor de la vainilla y el del coco. Me hacen acordar a cuando era chica y me robaba el coco rayado de la heladera de mi abuela y me lo comía de a pellizcos.
Yo soy una buena persona, no merezco que me traten mal. Ya va a cambiar, tiene que cambiar.
Voy a la heladera a dejar una botella con agua y veo su expresión durmiendo, por allá.
Tengo, de repente una exaltación. Pienso en lo que pasó hace un rato, de la forma en la que me trató. Pienso en todas nuestras anécdotas, en todo. Pienso en mi vida, en mi infancia, en el coco rayado, en la soledad, en la vez que mi mamá me explicó lo que era tener síndrome de down y de cómo serían las cosas para mí. Pienso que el tiempo es un regalo que no se devuelve.
Un hueco hondo se abre en mi estómago.
Me pongo las zapatillas lo más silenciosamente posible. Tengo mucho miedo.
Tengo miedo.
Quisiera dormir en la cama con mi mamá hasta que el mundo se arregle.
Miro su expresión durmiendo. Cuánta paz. Qué lástima todo.
Le acaricio el pelo. Estoy lista.
Giro la perilla de la puerta del departamento con extrema suavidad.
Voy a tratar de no llorar por la calle.
Voy a tratar.
No está tan caluroso. 
No llorés. Tratá de no llorar.
Aguantá hasta que estés más lejos.

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