lunes, 14 de noviembre de 2016

LA MANO DE ESTEVEZ

Deseo parar y lo hago. Mi amigo sigue con sus rollers cuesta arriba y dobla como yendo al Regatas. Leo: "Museo Cornelio Moyano" y entonces me pasa algo muy particular:
No sé si por falta de oxígeno, he corrido ya cuatro vueltas al rededor del lago, que es bastante para mí, o porque siempre se me manifiestan prodigios en el cuerpo, en la mente, en no puedo explicar dónde, no sé por qué razón me miro una de las muñecas y encuentro que tengo un reloj de oro bastante pesado y, más arriba, siguiendo mis brazos, las mangas de una camisa blanca, planchada prolijamente, olorosa de sol y pino (fragancia favorita del hombre clásico), arremangadas por el calorcito. Y la confitería abierta con su cartel "Playas serranas".
Qué me pasa hoy, por qué me siento tan amargado y a la vez tan exaltado, pienso, me cuestiono.
Allá la veo parada a Yolanda, Yolanda Estevez. Qué linda está. Este sábado que viene vamos a bailar, creo que me había dicho la última vez que la vi.
Está con la madre y con el hermano más grande.
¡Hola, Charli! Me devuelve el saludo. ¡Eh, casi cuñado!
Me amarga el ocaso dorado, el añil del cielo del este y el esfuerzo de mi mamá por plancharme y almidonarme bien la camisa, porque quiere que me case, sin duda alguna, con la Yolanda Estevez, porque quiere que viva bien.
¡Hola, Doña Elsa! Me devuelve el saludo con una sonrisa. También quiere que me case con su hija.
Entramos los cuatro juntos. Don Estevez ya está ocupando su mesa y ha pedido cuba libre para los hombres, coca cola para las mujeres y una soda con hielo por si se le antojaba. Me saluda con un gesto. A lo mejor, y con razón, este hombre sea el único que no quiere que me case algún día con su hija.
Se quema para siempre el sol entre el horizonte rasgado a mano de los cerros. Hay un olor a desierto y esperanza que viene a esa hora desde allá. Charli se enfrasca al hablar de Lugones y de lo que sabe de la guerra. Carlos, padre, está concentrado pensando en algo.
Y largan los valsesa un compás, los ventiladores y los abanicos bonitos se suman en el movmiento. Viva Perón, vivan las mujeres, viva este tiempo de cócteles, de rituales, de costumbres, de amor, de Mendoza.
La mano de la Yolanda siempre está suave y húmeda, se agarra tímidamente a la mía y bailamos. Me pone incómodo encontrar mis ojos con los de ella pero hago un esfuerzo para mirarla estando los dos tan cerca.
Me amargo y ahora entiendo el por qué, es que cuando hacemos un giro quedo de cara al bar, de cara al teléfono y ahí estás, hablando con alguien.
¿Con quién estarás hablando por teléfono ahí de pie en el mostrador, con esa elegancia, esa belleza, esa soberbia?
Tu saludo y tu sonrisa hacia mí inundan de sudor la mano con la que estoy sosteniendo la de la Yolanda. Ya estás en la mesa de los Estevez, ya hablando con Charli sobre Lugones. Me dan puntazos en el costado.
¿Vamos, Yolanda, afuera tomar un poco de aire? Con tu mamá, claro.
Salimos a la terracita del mástil. Linda noche, ¿no?
Te quiero decir una cosa, quiero pedirle tu mano a tu papá. ¿Podré pedirsela hoy? Doña Elsa, ¿me da permiso?
Doña Elsa sonríe y dice algo, pero no se qué, no la alcanzo a escuchar, alguien abre la puerta de la pista y el embrujo de la música de la orquesta se roba mi atención.
Quiero pedir la mano de Yolanda Estevez ahora mismo porque es ahora cuando has dejado de hablar por teléfono y vaya a saber cuánto tiempo más estés hablando con el Charli, cuánto más te quedes en la mesa de los Estevez, cuánto tiempo más conserve intacta en mi mente la suavidad de los labios que pusiste alrededor de los míos hace un tiempo, en lo oscuro del parque y me sienta arrepentido, cuánto tiempo más dure esa fatal fuerza magnética que ejerce sobre mis ojos la forma de tu espalda y la tela de tu ropa, el olor que sale de tu pelo un poco irreverente, el timbre, el color, insoportablemente sensual, de tu voz, el misterio que circunda tus llamadas misteriosas por teléfono. Quiero ponerte un alto, por mí, por mi consciencia, por Cristo.
Ya estoy resuelto. Tiemblo, pero voy a pedir la mano de la hija de Carlos Estevez en tu presencia para que entiendas que nada puede empezar y nada puede terminar entre nosotros.
Llego a la mesa y ahí estás todavía. El primo de Yolanda y de Charli. El primito.
Te doy un apretón de manos y con eso creo decirtelo todo. No me animo a mirarte a los ojos.
Voy a decir algo, una cosa importante, Don Estevez. Yo quiero pedirle una cosa.
La verdad que no me atrevo ahora.
Y no lo hago.
Seguimos ahí hasta que alguien viene, un mozo y me toca el hombro con la mano preguntándome "¿estás bien?". Le miro los rollers y, sorprendido, levanto la mirada pensando ¿Rollers en esta época?.
Por la cara de mi amigo me doy cuenta de que debo tener una expresión extraña.
Una vez pude ir de acá para allá en el espacio en un segundo pero no me dieron bola. No voy a contarle esto, ni siquiera yo lo entiendo.
Me voy a acordar a propósito del primo, para siempre, porque estuve profundamente enamorado de él.

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